Uno de los sentimientos más profundos que nos caracteriza como seres humanos es la culpa. Constituye un atentado directo y potencialmente demoledor en contra de nuestro bienestar y autoestima.
Es capaz de provocarnos un dolor psicológico muy importante, puede producir consecuencias muy negativas en nuestra conducta y afectar severamente nuestra salud física y mental.
Este dolor puede ser agudo y más o menos pasajero, pero también puede hacerse crónico, larvado, afectándonos por largo tiempo, incluso toda la vida.
El llevar a cuestas este tormento puede hacer que nuestra calidad de vida se vea muy seriamente comprometida, hasta llegar a quitarnos toda capacidad de disfrutar nuestra existencia, incluso de las mayores alegrías, que no de mediar ese sentimiento de culpa, podríamos haber disfrutado intensamente.
Es característica la reflexión que en este tema se hace sobre la alegría de los niños, de quienes se dice que pueden disfrutar la vida plenamente ya que ellos no “tienen” culpa.
Como veremos luego, esto es sólo la expresión idealizada de un buen deseo, ya que es evidente que los niños también sufren, y muy intensamente, importantes sentimientos de culpa, lamentablemente muchas veces provocados o agravados por la actitud de los mayores con quienes conviven.
Si queremos vencer o mitigar los sentimientos de culpa, es necesario ahondar en las causas que los provocan, y por medio de las herramientas del conocimiento, superar o disminuir esta dependencia.
Como habitualmente ocurre en la vida, algunos de nosotros podremos lograr este objetivo con mayor éxito que otros, pero, sin duda, todos podemos ganar, ya sea un poco o bastante, haciendo nuestra existencia más llevadera, en la medida que logremos cambiar nuestra perspectiva sobre este problema.
Para una mejor comprensión de lo que comenzaré a exponer a continuación, recomiendo leer los capítulos previos (1 al 5)sobre Conducta Humana. El tema de la culpa debería haber aparecido en realidad más adelante en el desarrollo de este trabajo, pero dada la relevancia que le asigno, y gracias a la maravilla de la internet y las páginas web, he decidido adelantarme en iniciar el desarrollo, al menos parcial, de este tema, independientemente de que pueda volver sobre él más adelante.
La culpa es un sentimiento, y como tal, proviene directamente de nuestro cerebro primario (preprogramado). Sin embargo, el reconocer, analizar y sufrir este sentimiento lo realizamos a través de nuestro cerebro secundario (racional).
Tal como he expresado en los capítulos respectivos, es sobre nuestro cerebro secundario sobre el que podemos trabajar reforzándolo frente a la influencia del cerebro primario, sobre el cual no podemos intervenir, al menos hasta ahora, por incapacidad tecnológica.
El origen del sentimiento de culpa constituye probablemente parte de una preprogramación final o de transición en el cerebro primario del homínido, cuando éste recién comenzaba a desarrollar su cerebro secundario, y forma parte de una serie de mecanismos de protección del clan o tribu de estos individuos (ver capítulo 4).
Como hemos dicho en el capítulo respectivo, las posibilidades de supervivencia de las pequeñas agrupaciones humanoides dependía de una estrecha colaboración entre sus miembros, tanto para conseguir alimento como para defenderse de los peligros del entorno.
Desde este punto de vista, la lealtad al grupo era un bien inapreciable, y era muy importante para cada individuo ser considerado por los demás como un elemento confiable, de quien se podía depender si las circunstancias así lo requerían, ya que esto le aseguraba un mejor sitial, lo hacía depositario de más aprecio, y le brindaba más derechos y privilegios.
Un mecanismo afín para reforzar la tendencia a la colaboración y al sacrificio altruista de cualquier miembro en favor del grupo, entonces, consiste en la existencia de un sentimiento de profundo malestar provocado por el hecho de no haber estado “a la altura de las circunstancias” cuando ello fuese más requerido.
Un ejemplo muy primario y demostrativo de esto está en el poderoso sentimiento de protección del hijo pequeño por parte de su madre, y del enorme sentimiento de culpa que en muchas de ellas puede provocar cualquier circunstancia en la cual puedan interpretar que han “fallado” frente a esta responsabilidad, y que cualquier daño o menoscabo que un hijo pueda sufrir haya sido causado directa o indirectamente por una acción u omisión por parte de ellas.
Si lo que la naturaleza pretendía era conseguir y asegurar la máxima dedicación de una madre en el cuidado de sus hijos, con el objetivo final de la preservación de la especie, sin duda estas herramientas son muy poderosas y efectivas.
Caracterizamos entonces la culpa como un sentimiento que constituye, junto con otros, parte de un mecanismo de protección del grupo humano, sea este íntimo (familiar) o mayor.
Como muchos otros mecanismos naturales de defensa (ejemplo: el dolor físico), la culpa no sólo tiene un efecto beneficioso (en este caso para el grupo): tiene también un efecto pernicioso desde el punto de vista de quien la sufre.
En este punto debemos tocar el tema de la responsabilidad, que es crucial en este análisis.
Los conceptos de responsabilidad y derechos van siempre juntos, y en general se acepta que nuestros derechos llegan hasta donde comienzan los derechos de los demás. También se acepta en general que somos responsables de nuestros actos, y si tenemos “discernimiento” y no estamos “locos”, deberemos siempre responder por ellos.
En el sistema judicial se ha usado como central el concepto de culpa en cuanto elemento decisivo para la asignación de penas, sean éstas de presidio o de cualquier otro tipo. Si una persona es declarada culpable, se asume que esa persona actuó con pleno conocimiento de lo que hacía, y deberá responder por los daños causados.
Este concepto de culpabilidad judicial tiene su origen natural, indudablemente, en el “sentimiento culpa”, y lo que la justicia hace es llevar a un plano formal aquellos criterios originarios del deber de protección del grupo humano, y del castigo que resulta necesario para cualquier transgresor de esas normas, antiguamente no escritas; y que ahora, en el mundo moderno, están escritas, en la forma de leyes.
Así, quien sea declarado culpable judicialmente podrá interiormente sentirse más o menos culpable, pero la sociedad se encarga de representar el hecho públicamente, señalando explicitamente frente a todos, las faltas cometidas por el individuo, y la sanción correspondiente, que debe ser cumplida, como único mecanismo válido de “expiación” de la culpa.
Entremos ahora a analizar el asunto con más profundidad.
Hemos dicho que cuando actuamos, nuestra toma de decisiones obedece al resultado de la influencia, muchas veces antagónica, de nuestros dos cerebros, el primario y el secundario, y que el resultado podrá ser más o menos racional, dependiendo de cual de ellos haya pesado más en un momento determinado.
También hemos dicho que nuestro cerebro primario viene preprogramdo, en un gran abanico de variabilidad, con un sinnúmero de tendencias, cada una de ellas de mayor o menor fuerza o intensidad, pero que perdurarán en el tiempo. Así, cada persona es el resultado, único e irrepetible, de una particular conformación cerebral primaria, muy estable en el tiempo, a la cual sólo puede oponerse o moderar, nuestro cerebro secundario, el cual se desarrolla desde nuestro nacimiento, recibiendo la influencia del medio, educación, cultura. civilidad, etc, y que es esencialmente reflexivo.
Cuando tomamos una decisión bien planificada, con una buena cuota de reflexión, junto a las herramientas que nos brinda una buena educación, conocimientos técnicos fundados, etc, estamos haciendo pesar más a nuestro cerebro secundario, y en general nos va más o menos, o muy, bien.
Cuando nos dejamos llevar por nuestras emociones y sentimientos, especialmente si actuamos precipitadamente, presos de un “impulso incontrolable”, estamos dando rienda suelta a nuestro cerebro primario, retrocedemos en un instante tal vez 500 mil años en la evolución humana, y los resultados de nuestros actos son muchas veces lamentables, provocándonos luego arrepentimiento, frustración, e intenso sentimiento de culpa.
Dependiendo del carácter, naturaleza y alcance de nuestra falta, muchas veces nos autoimponemos castigos como medio para aminorar o “pagar” por ella, y lograr así sentirnos mejor.
Debemos en este punto plantearnos una pregunta que resulta crucial y determinante, en nuestro análisis:
Cuán responsables somos realmente de haber tomado una decisión que no resultó ser la más afortunada?
Sin ninguna duda, no somos responsables de la preprogramación de nuestro cerebro primario, la cual puede incluir un sinnúmero de tendencias de mayor o menor intensidad, algunas de las cuales pueden ser francamente contrarias al bien común y al orden social. (ver Las Tendencias, cap 4)
Tampoco somos responsables de la capacidad potencial con que vino equipado nuestro cerebro secundario.
Si, junto a lo anterior, nuestro cerebro primario vino equipado con una muy importante tendencia a los sentimientos de culpa, enfrentaremos la dura realidad de un constante batallar contra estos sentimientos.
El reforzar al máximo nuestra capacidad reflexiva, (cerebro secundario) a través de nuestros propios medios y de la ayuda externa que podamos conseguir, es nuestra mejor apuesta frente a este problema.
Si no hemos nacido con esta tendencia tan marcada, y tenemos la fortuna de contar con un cerebro secundario poderoso y bien desarrollado, el problema de la culpa será sin duda mucho más fácil de manejar.
Respecto de la capacidad potencial de nuestro cerebro secundario y cuánto somos capaces de desarrollarlo, debemos también tener claro que nuestra capacidad de aprovechar esta potencialidad también tiene un límite, ya que tampoco somos responsables de la calidad humana de la familia en la que nos tocó nacer, ni de las oportunidades de acceder a una educación de calidad, o de formar parte de una sociedad más o menos civilizada.
Sólo somos responsables de (idealmente), utilizar de la mejor manera posible las armas con que contamos, (nuestro cerebro secundario y las tendencias positivas de nuestro cerebro primario), tratando en la mejor medida de nuestra capacidad de hacer siempre aquello que nos parezca más correcto y beneficioso, tanto para los demás como para nosotros mismos.
El racionalizar este punto, aceptando y asumiendo nuestras limitaciones en su justa medida, es un instrumento muy importante, capaz de permitirnos convivir de mucho mejor manera con nuestra tendencia a sentirnos culpables, especialmente cuanto más intensa sea ésta.
Esta reflexión tiene variadas implicancias, todas muy relevantes.
Desde luego, no es correcto, en base a este análisis, pretender achacar TODO nuestro actuar a nuestro cerebro primario, y, descansando en esta licencia, dar rienda suelta a todo tipo de fechorías. (Aunque este tipo de excusa ya empieza a aparecer en algunos tribunales de los Estados Unidos, arguyéndose que el inculpado actuó así porque estaba “genéticamente” determinado para ello, luego, no puede ser culpado).
El análisis del alcance que esto puede tener como eximente de responsabilidad está recién comenzando.
Por otra parte, desde el punto de vista colectivo, se hace aún más clara la enorme responsabilidad que las sociedades organizadas tienen de dotar a los cerebros secundarios de sus integrantes, a través de una buena educación (para todos), y de la mantención de normas civilizadas de convivencia, de la mayor fortaleza posible en su permanente confrontación con sus tendencias primarias.
La tendencia a sentirnos culpables, preprogramada en nuestro cerebro primario, y que tal como las demás puede ser de gran, mediana o poca intensidad, no sólo tiene el efecto de hacernos sentirnos mal o muy mal, sino que en la práctica puede (y lo es muchas veces) ser aprovechada por quienes nos rodean en beneficio de sus propios intereses.
Todas aquellas personas que tienen una determinada tendencia a manejar la conducta ajena en su favor, tratarán de controlar o influir el comportamiento de quienes los rodean. Utilizarán con este propósito todas las armas que tengan a su alcance, o puedan conseguir o desarrollar al efecto.
Así, podrán utilizar distintos procedimientos para lograr sus fines, como la amenaza de daño físico, la imposición por la fuerza, el convencimiento a través de variados tipos de mensajes, etc.
Uno de los recursos más efectivos, cuando la persona a ser dominada tiene tendencia a los sentimientos de culpa, consiste en aprovecharse de esta circunstancia a través de mensajes de reforzamiento de la culpabilidad de esa persona.
Algunos niños son especialmente susceptibles a este tipo de manejo, por lo cual constituyen excelentes sustratos para quienes los someten por medio de este recurso. No es inhabitual que en esas personas se produzca un sentimiento de agrado, satisfacción, e incluso placer, al provocar intensos sentimientos de culpa en sus víctimas.
Podemos distinguir, entonces, en base al concepto de variabilidad en la expresión del binomio cerebral primario-secundario, que habrá toda una gama de personas: en un extremo, aquellas con una gran tendencia a tener sentimientos de culpa programada en su cerebro primario, el cual si se asocia a un cerebro secundario débil y/o limitado, tendrá muy restringida su capacidad de racionalizar de buena manera este sentimiento. Probablemente estas personas sean las que más sufren.
Pasando por la infinita gama de opciones de asociación del binomio cerebral, si éste es más o menos equilibrado, veremos una gran masa de personas que logran convivir más o menos bien con sus sentimientos de culpa, y son capaces en general de manejarlos y sobreponerse a las circunstancias adversas.
A este grupo pertenece aquella población considerada más o menos “normal”.
En el otro extremo, están aquellas personas cuyo cerebro primario trae muy débilmente preprogramada esta tendencia a la culpa, y en general, sufrirán muy poco por este motivo.
Si estos últimos cerebros primarios traen al mismo tiempo preprogramada una importante tendencia a la dominación violenta de quienes les rodean, que algunas veces puede alcanzar grados francamente psicopáticos, estamos frente a personas realmente peligrosas.
Especialmente si se trata de personas que han tenido escasas posibilidades de ver reforzado su cerebro secundario por haber nacido en medios adversos, con escasa inculcación de valores, y pobre o nula educación.
Estas serán personas capaces de provocar graves daños y sufrimientos, y no expresarán malestar ni arrepentimiento alguno por su conducta, y, como en el ejemplo citado previamente, pueden llegar a sentir gran placer y satisfacción por su accionar.
La prevención del daño que pueden causar estas personas, evidentemente no está al alcance de ellas mismas, dado que no tienen herramientas ni motivación alguna para combatir eficazmente estas tendencias, y queda en manos de la sociedad organizada la responsabilidad de encontrar los métodos más efectivos de prevención.
Es un problema de muy difícil solución, dado que no contamos con tecnología capaz de modificar estas tendencias que vienen preprogramadas, e incluso si la tuviéramos, su utilización sería materia de duro debate ético.
Al mismo tiempo, cuando estas tendencias vienen tan marcadas, habitualmente los métodos de rehabilitación tienen muy escaso o ningún éxito.
En resumen, tanto la tendencia exagerada a los sentimientos de culpa, como el hecho de que ésta sea muy débil, son factores muy dañinos, en el primer caso para la propia persona, y en el segundo, para quienes los rodean, dado que pasan a constituir víctimas potenciales.
En la medida que sigamos avanzando en el desarrollo de nuestra Teoría de la Conducta Humana, podremos seguir seguir agregando elementos de reflexión sobre este tema y otros relacionados, ojalá como un aporte que resulte positivo para lograr aminorar los daños y sufrimientos a que están expuestas las personas.
Jorge Lizama León.
Santiago, julio, 2008.